Entrevista
Proyección:
1. Lanzamiento, impulso hacia adelante o a distancia, 2. Formación de un plan
para lograr un objetivo, 3. Imagen proyectada por medio de un foco luminoso
sobre una superficie, 4. Repercusión, trascendencia. Sea cual sea la
preferencia por la definición, está claro que todas apuntan hacia el mismo
lugar. La pura imagen mental asociada al concepto sugiere un punto que, a
partir de un lugar inicial, se alarga, se extiende, por las superficies siguientes.
Freud, de hecho, ha cooperado en traspasar el concepto de la materialidad a la
mente. Para el psicoanálisis la proyección es un mecanismo de defensa por el
cual el sujeto, en vez de girar su atención a sus deficiencias, las proyecta en
un sujeto externo, evitando de esta forma la angustia de reconocer sus deseos
inaceptables para el consciente. Por ejemplo, si somos profundamente
individualistas pero de acuerdo a nuestras normas conscientes esto es
castigado, entonces tenderemos a culpar y menospreciar a los demás cuando
sintamos, percibamos, actitudes individualistas en ellos, sin necesidad de que
en realidad sean así; el mundo se conforma a través de nuestra subjetiva
percepción. De esta forma evitamos la angustia de aceptarnos, y a la vez vamos
conformando nuestro mundo con personas que aprobemos y que, en consecuencia, no
nos recuerden nuestro turbulento inconsciente. Jung también se agarró de esto
cuando fundó el concepto de la sombra, que como imagen describe a la perfección
el mecanismo; hacia atrás, oscura, y proyectada. Con esto último –sin ánimos de
divagar- lo que quiero decir es que existe en nuestro inconsciente, como una
cualidad primitiva, la necesidad de proyectarnos y así entendernos. Es más
fácil mirar hacia afuera que hacia adentro. De allí que nos construyamos
observando al otro; imitando y comparándonos. Cuando vemos a nuestros padres, a
nuestros amigos, nos vemos a nosotros también. Aunque es en el arte donde el
asunto se vuelve más obvio y didáctico; primero fueron las sombras y la pintura
sobre la cueva, ahora es el cine y la cibernética.
El sol del membrillo (1992), el falso documental de Víctor Erice, expone todo lo
anterior: la empresa de un hombre por proyectar un membrillero sobre un lienzo, y
la imposibilidad de ser un amante fiel a la realidad. Teniendo en cuenta que ganó
el Hugo de oro al mejor largometraje de ficción en el Festival de Chicago de
1992, y la naturaleza de, por sobre todo, las escenas finales –desde cuando López
García se decide por sacar los membrillos del membrillero, como izando una bandera
blanca frente a la batalla con la naturaleza- es que decimos que esto es una
falsificación; un documental con un guión escrito en piedra. A esto lo apunto
con el dedo porque es necesario para entender la rebelión del Colectivo Los Hijos, no
para lanzar piedras frente al (supuesto) pecado de una mentira. Sin embargo lo esencial
sobrepasa el ejercicio formal que se podría pensar a primeras luces. El sol del
membrillo es el punto de partida de su cine por las ideas que construye en su
argumento, más que por la forma en que se expone.
López García, en El sol del membrillo, se planta con la idea de pintar el
membrillero con sus frutos floridos. No usa una fotografía porque quiere
acompañar al árbol y así capturar con mayor exactitud su esencia; más como un protagonista que un observador. Sin embargo, a
pesar de lo romántica de su propuesta, las lluvias inevitables del clima lo
obligan a poner un toldo sobre su sitio de trabajo. Así, la naturaleza de su
labor se transforma: está interviniendo, y con eso deja de ser un actor
secundario en la vida del membrillero. Sus frutos y hojas, además, están pintados
para marcar la evolución de su crecimiento. La realidad se trastoca y
selecciona; percibimos la primera inconsistencia en la filosofía purista de la
proyección. Luego, ya que las lluvias traen las nubes que transforman la luz, López García desistirá del proyecto de pintar el membrillero al óleo; no consigue la
luz que quiere por lo que cambiará sus herramientas y comenzará a hacer un
dibujo en detalle, como si por proyectar una imagen más específica esta
adquiriera mayor sustancia. Pero desiste otra vez, no a fuerzas externas y visibles,
más bien por algo personal e inespecífico, como si con la disposición de ese
espejo se haya dado cuenta de que siempre estamos mediados, desde el saludo al
chofer hasta la lectura nocturna. Desistir es, en este caso, la mejor forma de
aprender e iniciar nuevos caminos; de ahí nacen Los Hijos, de la consciencia de
una imposibilidad.
El sol en El sol del membrillo -cortometraje de 13 minutos- más que lanzar una atómica respuesta, extiende
el panorama del documental que hablamos para apuntar, y por qué no advertir, de las
realidades del ejercicio del cine -traspasando así las ideas de la pintura al video-; usando, precisamente, la pureza y el
minimalismo que toman esas escuelas documentalistas para (intentar) captar la
esencia visual de la vida. La idea de Los Hijos se proyecta limpia y sincera,
no hay necesidad de perderse en extravagantes interpretaciones. Lo que hacen, básicamente,
es devolverle a la tierra el cuadro de López García para que termine lo que, en
su inalterada naturaleza, estaba puesto en un principio. Ese es el primer punto
que da la claridad suficiente al paisaje para seguir caminando. Luego la estructura
del cortometraje se va ordenando en días –lunes a sábado- que conforman las cuatro
semanas en las que se separan estas capas del ejercicio fílmico, como un zoom
que lentamente se va retrayendo a su posición original. Así entonces, la
primera semana está el cuadro azotado por el clima, siguiendo con el cuadro y planos
del clima, a la tercera semana se agregan las voces discutiendo los aspectos
técnicos, y en la última la intervención directa sobre el cuadro y así sobre el
cortometraje. La última semana, eso sí, termina en domingo, el día en que
vuelven a la ciudad; esperando, quizás, entender que el cine es una construcción
continua, que su proyección material es producto siempre de otras proyecciones
subjetivas. Un ejercicio casi que pedagógico sobre las imposibilidades del cine -y de la proyección purista en general- y que está elevado por la aceptación de estas, cual persona que termina reconociendo
su inconsciente tras una terapia psicoanalítica.
Entrevista
Voy a ser
sincero, y aunque pueda sonar a esa grandilocuencia sesgada e infantil de esos
videos de youtube que dicen: BEST MOVIE ESCENE EVER!!, debo decir, porque es
necesario, que Balnearios es, sino la más grande, al menos una de mis más
reveladoras epifanías cinéfilas del último tiempo. Y por varias cosas, claro.
Pero para ser general, ya que estamos en la introducción, diría que después de
tanta película independiente con aires bressonianos y planos silentes, el
método Llinás, que se plantea con la consciencia del cine como un artefacto, hay
que recibirlo con más que souvenirs de festival y abrazos de galardón. Esto, en
caso de dudas, no significa que tenga algo en contra del cine independiente al
que estamos acostumbrados, ese de personajes sin mucho que decir y a los que la
vida tampoco les tiene preparadas grandes cosas. Sería una inconsecuencia. En
varias entradas anteriores (por no decir la mayoría) es precisamente esos
ejercicios –bien realizados, claro- los que he levantado. Pero pasa con todas las
cosas que después de tanto repetirse, si es que no aburren antes, se empiezan a
hacer mal. Como si pasáramos un día entero diciendo ‘estrellado’ pensando que
no nos vamos a equivocar. Con el pasar de las decenas empezaríamos a decir ‘trellao’
o ‘strilliado’ o ‘esrallo’, por no decir que la empresa ya es ridícula y
tediosa. Nos empiezan a mirar raro y olvidamos porqué empezamos. Un aplauso por
los cambios.
Este, es un film sobre los Balnearios,
dice al comenzar la voz en off, cautelosa y de siglo pasado, acompañada del
metraje viejo y desgastado, como de bañistas adinerados que han venido al mar a
probar la curiosidad del cine a mano; película casera de tiempos lejanos. En el
final de este pequeño segmento con título implícito, y luego del discurso
solemne y sociológico casi filosófico que viene a plantar la duda sobre la
naturaleza de los balnearios, la voz dice: y
este film habla de todas estas cosas, como repitiéndonos lo consciente que
está sobre los recursos del cine. Pero ese elemento, la introducción al film,
tampoco termina ahí, el título y su presentación formal también forman parte de
ello. Me refiero a que luego de tanta formalidad y solemnidad con las palabras,
que la tipografía sea de diseño marino y despreocupado refleja el contraste que
se usará en adelante; la apariencia del documental y la mente de la ficción, de
lo que sale ese humor y esa esencia particular. Llinás.
La primera historia se llama Historia de Mar del Sur. Una historia sobre un
hotel en el que divergen negocios, pistolas, sangre, incendios, femmes fatales,
crímenes, juegos, prostitutas, cartas, firmas, un panadero, un uruguayo, pasiones,
investigaciones, fiestas, y el joven G. con una obsesión. Inexplicablemente, entre esos empresarios y hombres de negocios, logra
colarse un muchacho arrogante y aventurero, de aires rebeldes y desafiantes,
sin experiencia alguna en los negocios pero con una marcada pasión por el hotel,
dice el nuevo narrador. ¿Suena conocido? Los ecos del thriller neo-noir se
escuchan en todo el edificio. Pero más allá de la historia y el uso del género,
destaca la estructura del cuento en cuestión. De elementos particulares
saltamos hacia atrás para ver que Llinás no sólo ha fusionado ingredientes para
darnos una cena distinta, sino que demuestra en la apertura que además de tener
aptitudes para la cocina, tiene la gracia de saber contarla. En principio el narrador, cual guía turístico, da la entrada a la curiosidad
contando un poco lo que interiorizamos adentro. De hecho afirma que, para ponernos
a tono, todo lo que se cuenta en este
film es cierto, aunque por ratos no lo parezca. Luego el rasgueo trepidante
y ¡paf! El señor G. en el hotel, en el ahora, abriendo ventanas, abriendo
puertas, corriendo tablas, abriendo puertas, cerrando puertas. Eso es todo lo
que hace, y ese, precisamente, es el chiste. El recurso temporal de mostrar el
presente del personaje le da la verosimilitud. Llinás no necesita mayor
sustancia que esa para convertir una mera anécdota de la ficción en una
anécdota de la realidad. No es que el señor G. no haga nada, es que hace cosas
sin sentido; así se demuestra el truco.
Mientras van y vienen los giros imprevistos y sin mayor explicación, comienza a
sonar una canción que presenta la historia de los dos jovenes. La historia
continúa y una vez que llegamos al desenlace –por respeto intento no lanzar
muchos datos- la canción vuelve a aparecer pero con los subtítulos de la letra.
Habla de ellos dos: de los sentimientos de la francesa por el joven y solitario
G. Así la historia ya completada adquiere ribetes sentimentales y personales,
se da paso al imaginario y en nuestra mente volvemos atrás para agregar datos
de otras tonalidades. Y sólo por una canción. En general las voces –no me
refiero a las voces en off- del resto del film son un tanto planas, en cambio
acá creemos escuchar a Llinás en el joven G., en la francesa fatal, y también en
sus sorpresas: el final por ejemplo. Una vez que la canción termina saltamos al
presente con el señor G. subiendo la aguja del tocadiscos y guardando en un
cajón el desparramo de papeles, cartas y, justamente, las fotos que se usaron para
contar la historia. El señor G., antes de cerrar, toma mate riéndose del absurdo.
Una voz de frases golpeadas, serias y documentadoras. Es el ejercicio casi
científico por describirlo todo. La narración grave y detallada vuelve
ridículos e irrisorios los objetos más frecuentes. De hecho a veces, no hay
mucho que decir. Estas hileras pronto se
duplican, y-triplican. A mediados de diciembre están…listas, explica la
construcción de los puestos de feria playera; es el episodio de las playas, el
tracto más documental de todo el film. Documental porque nos cuenta cosas que
conocemos, no se pierde –bueno, a ratos sí- en las extravagancias de la
ficción. Para los que han conocido la playa como un ejercicio habitual y
familiar van a haber momentos iluminadores de por qué, a pesar de la playa,
arena y sol, se volvía tan tedioso el ritual. Pero para los que no la conozcan, o no se reconozcan, con la próxima visita no podrán evitar prestar ojo a los
protocolos y sus actores. La estacada del quitasol, un ejercicio relegado al
varón; las caminatas eternas y repetitivas por la costa; los personajes como, el bañero; los niños con sus insólitos y
elásticos juegos; y etcétera. Una descripción exhaustiva de la fauna playera
que contrasta con lo fantástico de la historia siguiente: Miramar. Un pueblo
que se hundió en el mar pero que nadie recuerda por qué; una Atlántida sin sus
palacios ni tesoros, una Atlántida pobre, nos relatan en el fondo. Sin embargo, si el relato nos parece entrar en terrenos que sobrepasan nuestra fé, tenemos
dos actores que, como la calcomanía del censo, nos dicen que esto es legal.
Explícitamente, el caballero del bote, y en un nivel más silencioso y visual,
el buzo que ilumina los edificios bajo el mar. Se vuelve dudoso, no sabemos qué
tanto es mentira y verdad. La verosimilitud es abierta de mente, los acepta a
todos.
Toda maravilla tiene sus manchas y puntas picoteadas. Zucco, el último
episodio, pierde el matiz. Es el personaje de provincia que nos acerca un poco
a la Argentina, y que a pesar de tener sus momentos, estos se vuelven un
tanto forzados; esa risa que no marca el momento para reír sino que es-la-risa funciona sólo al principio, porque al principio lo conocemos poco. Las
obras metálicas de Zucco y sus pinturas son risibles, pero aún así se nota que,
al menos con esta muestra, Llinás tiene mayores aptitudes para contar historias
y jugar con estas que para crear un personaje. El epílogo, sin embargo, funciona a la perfección. Se despide con la sonrisa del juego; de lo que se muestra, de lo
que no y de lo que se cree; de la expectativa.
Suficiente muestra para escuchar con ganas y, bueno, también un poco de miedo a la tortura, las 4horas de Historias Extraordinarias.
Son tiempos
violentos. Ahora (y quizás siempre) cuando gritas buscando tus derechos es un
palo y un chorro de agua el que te responde, no la cara del responsable. Mientras
en los colegios hablan de guerras mundiales como anécdotas del pasado, al otro
lado del mundo hay quienes continúan taladrando tierras con una metralleta en
la mano. En la tele explotan los femicidios y el cinismo de varias políticas
descarrila a los buses en la noche, mientras el bullying, como el compañero de
intercambio, se sienta en los matinales a conversar. Sentimos que sabemos cómo
disparar un arma, y también que encontrar un brazo mutilado en el basurero del
pasaje no nos sorprendería tanto. Nos creemos más violentos de lo que somos. ¿Cuántas
veces has peleado? Y cuesta diferenciar los recuerdos de las ficciones con los
empujones furtivos en la básica. Por eso, después de tanta violencia explícita
y mentirosa enmarcando los desayunos, recreos y viajes de todos los días,
Salsipuedes exhala las consecuencias y las dinámicas que explican más que un
cuerpo con sábana blanca a un lado de la calle.
En la escena inicial el contraste juega de la misma forma que la violencia
posterior. Mientras suena un reggaetón en la radio, tenemos de frente en un
plano fijo, el perfil angustiado y sugerente de Carmen (Mara Santucho). Sabemos
de antemano que es una película sobre la violencia a la mujer, por lo que las
suposiciones sobre la tristeza de Carmen desembocan todas en un mismo lugar,
más aún cuando Rafa (Marcelo Arbach), su pareja, está en el fondo de la imagen
clavando con una piedra las estacas de la carpa. Todo está insinuado, y es
confirmado una vez que, por los reclamos de la carpa vecina, Rafa se sube al
auto para apagar la radio. Adentro la imagen se vuelve asfixiante; le dice
hermosa en un tono cómico mientras le toca la cara y le insiste, con la
distancia de un especialista, que no se siga tocando o le van a quedar
marquitas. Carmen gira la cara y se asoma el rostro golpeado.
De haber usado una cámara más libre en vez de los planos fijos, habría
parecido documental porque el tratamiento, desde el guión, se monta con una
postura no intrusiva. Es un retrato que además de no hablar de los moretones
externos, tampoco te habla de los internos. Es más bien el relato de una
dinámica, una dinámica por cierto focalizada; los involucrados de segunda clase
son la madre y la hermana de Carmen, no hay nadie más, se podría esperar la
postura del observador, el testigo del maltrato, pero no pasa; esto es un día
de relajo en el camping con la novia,
la suegra y la cuñada. Lo externo es sólo un paisaje.
La madre (Mariana Briski) llega y después de verle una basura en el ojo nota el
moretón. Nada mamá, me caí en bicicleta. ¡Pero qué boba que sos, cómo no ponés
las manos Tutuca! O algo así. Lo siguiente es mandar a Coco (Camila Murias), la
hija menor, a buscar una crema al auto que como le contaba una amiga, hace
maravillas. Así mientras maquillan la desgracia, damos cuenta de que la madre
se hace la tonta y la hermana chica bromea con la obviedad de la situación.
Aquí hay un plano fijo al rostro de Carmen mientras conversan; lo más cercano a
una cámara intrusa por revelarnos en su pura observación las expresiones de
Carmen frente a las bromas y los recuerdos de lo que pasó (más adelante está también
este plano sobre su madre). Todo esto a la vez que se ríen de las vecinas y las
mujeres de la familia para olvidar sus desgracias, recalcando que por no tener
marido están gordas, solas o tristes. Notamos a Carmen tan cínica y
desagradable como los demás, y eso es bueno, no queremos héroes ni victimas de
intachable moral; la realidad se vale de matices para ser real. Sin embargo la búsqueda por refugio aflora: en un momento le dice a su mamá que la ama mucho y que le gustaría volver a vivir con
ella, a lo que ella le responde con alguna negación, rechazando su abrazo y
diciéndole que se vaya a hacer otra cosa, igual como más adelante esquiva su
cabeza sobre su hombro en el lago. Así, haciendo caso a la tradición, damos
cuenta que Carmen es igual con su hermana chica. ¡Qué pendeja mala onda! Así
nunca vas a estar con nadie, le dice. Es probable que su madre sea también una
mujer golpeada y que la casualidad de la crema sea en realidad una constante en
su cartera.
Los colores y algunos cuantos encuadres son bien femeninos, lo que hace de
contraste –otra vez- con Carmen, que de entre su cabeza despeinada y su pesado
rostro resalta. El mejor ejemplo es el grupo que estaba al frente en el lago;
los más vivos colores de una playa californiana.
Rafa es un tipo intrusivo, ácido y de un humor violento. Le dice a Carmen que
si su madre y su hermana no encuentran comida en el almacén, entonces pueden
comerse su salchicha. Y después del sexo anterior a la escena final le dice que
tiene la vagina nauseabunda, que hay olor a muerto, que por qué no se lava
etcétera. Sin embargo el acto final no funciona como desenlace de escape ni
como acto de quiebre. Después de que Rafa desconecta las llaves del auto se
nota que Carmen ya no es cómplice sólo en su silencio, sino también con la decisión
sobre sus actos. Son pareja en un consenso mutuo, no hay castigo ni evasión.
Salsipuedes, escrita y dirigida por Mariano Luque, se presentó en la competencia argentina del BAFICI luego de haber
sido seleccionada en la Cinéfondation de Cannes y haberse ganado los elogios
de otros varios festivales. La vi luego de Lima Independiente y es sin duda una de esas películas que deberían tener mayor circulación.
CineChile
Seré breve.
Esta película está muy lejos de ser como el anterior largometraje de Torres Leiva.
Los planos largos y silenciosos que embellecían al sur y daban espacio a la
contemplación, y por consecuente a la reflexión, fueron sustituidos por
imágenes que simulan a las películas caseras que, precisamente, abundan (o
abundaban) en verano. Son imágenes que nos relegan al ámbito de los recuerdos,
desde donde emanan su nostalgia, y también al terreno íntimo de los hombres,
desde donde afloran sus sombras y fantasmas. Se entrega uno y se pierde otro.
Sin embargo la queja reside en otro punto, no en la decepción del fan que
esperaba una continuación del primer encuentro, sino en el ejercicio mismo. Sabemos
ya que el tempo y la visualidad de El cielo, la tierra y la lluvia han sido
despreciados en favor de las sensaciones de la historia, pero entonces, cuando
nos encontramos frente a un guión con varios personajes en que la línea de
demarcación entre primario y secundario es difusa, uno espera que el valor de
no encontrarse en la historia misma, bifurque hacia la caracterización y
curiosidades de estos sujetos. Sin embargo – y aquí creo entra una ración de
gustos y de la forma en que cada uno se conecta con la pantalla- falta esa
seducción. Cuando hablamos de personajes necesitamos de momentos que los hagan
expresar su sicología, y que así, con el correr del montaje, se vayan matizando
hasta hacerse auténticos. Si no son excéntricos seductores entonces que sean
vivos individuos, y lo último al menos sucede con Julieta Figueroa, el único
personaje que extiende sus brazos a lugares en los que no estaba en un
principio, mientras el resto del reparto se queda flotando junto al calor de
las parrillas o los castillos de arena golpeados por el mar. Alguien podría
pensar que esto quiere ser un retazo emocional del Verano, de hecho, es lo que
la mayoría debe haber pensado antes de entrar a la sala, pero tampoco sucede,
el estado inocuo al llegar los créditos es muy distinto al olor a tierra mojada
que te impregna El Cielo. Incluso esta
historia y ejercicio está más cerca de Turistas que otra cosa ¿Dije que Alicia Scherson
fue la productora?.
Aunque los planos cercanos y palpitantes impidan la contemplación, existe la
intención conceptual de acercarse a esos estados internos por los constantes
planos del ojo humano. Pero a veces no hay peor tropiezo que la intención
fallida o el concepto paralizado. Y si de continuaciones se trata, además del
tema de la incomunicación que encuentra sus mejores expresiones en los
silencios –que redundante-, están esas anécdotas intimas o momentos
tiernos, parecidos a los que provoca Wong Kar-wai. En El Cielo la primera conversación es sobre el sueño de una de las
chicas, donde inventaba la mantequilla y se hacía millonaria. En Verano, de
entre otras cosas, alguien habla de cómo le decían cuando chica que no se
comiera las semillas de la sandía o le crecería un árbol en el estómago,
mientras otra intenta enseñar a su amiga (no recuerdo bien quién era) a doblar
servilletas como le enseñaron en el restorán, pero tampoco se acuerda bien.
Dos pasos atrás y la nostalgia por lo pisado, chamuscado, abandonado.
En
Psicología existe la llamada teoría cibernética. Una teoría que, básicamente,
intenta explicar cómo es que nuestro cerebro procesa la información. Esto lo
expresan usando como ejemplo los mecanismos de un computador, de ahí el nombre.
Así, lo que nos intentan decir es que el invento revolucionario se comporta, al
igual que un martillo, como una extensión del hombre y que viene a ser a su vez
una proyección de sus capacidades. Por ello es que el cine, aunque no se plante
con las intenciones transables de la ciencia, se convierte en un ejercicio que
trasciende las barreras a las que popularmente es adscrito. Si el computador
simula la mente, la cámara simula el ojo. Las imágenes no son nunca azarosas y
así tampoco el documental aprehende la realidad cual planta absorbe la luz en
su fotosíntesis. La cámara encuadra, selecciona y luego proyecta. De esta forma
el realizador se arma de un rifle de alto alcance más que de una red imprecisa,
y en consecuencia, él es primero y luego la realidad, no viceversa. Cuando se
monta o se captura una imagen lo que se hace manifiesto es el mundo interno de
quien las maniobra y selecciona, dando cuenta en la proyección –cual vomito del
ritual- la inauguración del edificio de los bosquejos internos. Un éxtasis que
creo pocos directores conocen. Los procesos explosivos y desconocidos de la
mente son relegados a las artes corporales y manuales donde el cuerpo está en
un continuo contacto con el objeto, dando así la impresión de que las cosas
logran deslizarse sin baches por el movimiento del cuerpo o la pintura del
pincel. El cine en cambio es carretera con peaje. El cine se ha formado
–explícitamente- como una construcción; una ficción que se conecta con reglas
racionales y específicas de su lenguaje, algo que no deja de ser un reflejo de
los hombres pero que ha dejado en una somnolienta era glaciar al mundo singular
e inalcanzable de su primer responsable. Por ello es muy probable que, a esos
intentos por girar la cámara contra la viscosidad del ojo, se les clasifique de
cine experimental.
Claudio Caldini comenzó a hacer cine en los setenta, la década en que la
Argentina, y tantos otros, comenzaban a tropezarse por las fisuras de la
dictadura. Caldini sin pensarlo demasiado se dispone a quemar las naves y
escapar a la India; no soportaba las atrocidades de un país que se ha vuelto
irreconocible.
Y allá como que se volvió loco, es todo lo que sabemos.
En Hachazos, Di Tella no intenta hacer una biografía como las conocemos. Esta
es también una biografía experimental ya que intenta reconstruir a Caldini en
función de lo que fueron sus obras. Obras que, por cierto, no encuentran su
valor en records de audiencia o valores históricos. Como bien dice la voz en
off de Di Tella en la historia del cine argentino no existen, es como si nunca
hubieran filmado nada. ¿Entonces qué nos queda? Caldini, su valija y sus
archivos. No hay nadie más a quien satisfacer. Esto es un canal sin balbuceos
entre su obra y su mundo, que en alguna ocasión logran montarse y convertirse
en una única palabra. El mejor ejemplo puede ser ese sol en llamas que grabó en
la India, en el atardecer de su locura, y que dice se corresponde perfectamente
con la llamarada que él veía caer al mar. Caldini es un grande, un personaje
entrañable.
Más adelante nos encontramos con la que debe ser la escena más memorable del
filme. Caldini y Di Tella conversan frente a la cámara sobre la idea que tiene
este último. Un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una
vieja valija de cuero comprada en la India, en un tren que va de Moreno a
General Rodríguez, por el conurbano bonaerense. Pero si eso es ficción le
responde Caldini, nosotros estamos haciendo un documental. Y en estos
intercambios de ideas se van moviendo del encuadre haciendo parecer que a ratos
es Caldini quien dirige a un Di Tella solo frente a la cámara. A punto de
convertirse en auto-biografía, o en la película de un viejo del cine argentino
que le dice a un contemporáneo cómo hacer un documental sobre él. De cualquier
forma la escena se filma igual, y creo tiene que ver también con el camino de
retorno que tiene el cine, ese viaje por el cual las imágenes terminan por
afectar a la realidad, donde ya no son construcciones internas proyectadas sino
ficciones que penetran y tallan a las personas. Filmar como se vive, vivir como
se filma. Así este filme es un viaje
reconstructivo no sólo por haber explícitamente reconstruido sus obras –Gaspar
Noé debe empatizar con sus técnicas-, sino por haberse sentado y, en el ritual
inadvertido de las imágenes, haber despegado al lejano y cercano mundo de
nuevos tiempos. Una reconstrucción hacia el futuro. Y con la multi-proyección de sus obras lo que está haciendo es algo parecido; un regurgitar proyectivo de sus recuerdos. Después de quemar las
naves, de romper con todo, de convertirse en un eterno viajero, es el hombre y
sus recuerdos lo único que queda y el cine tiene la capacidad de volver esa
relación material. ¿También quemaste los archivos? No, esos se van conmigo. Y
se va, una vez más.
Si Las Pibas de Perroné -en el contexto de Lima Independiente- fueron el saludo de presentación para lo que conocemos,
estrictamente, como cine independiente, entonces Hachazos te abraza en un hasta
pronto sincero para el cine esencial, un ejercicio que como tu nombre y tus
platos favoritos se va contigo hasta el finito; hasta que la luz queme el
celuloide o el túnel te raye el digital.