15 de julio de 2012

El Sol en El Sol del Membrillo (2008)


Entrevista

Proyección: 1. Lanzamiento, impulso hacia adelante o a distancia, 2. Formación de un plan para lograr un objetivo, 3. Imagen proyectada por medio de un foco luminoso sobre una superficie, 4. Repercusión, trascendencia. Sea cual sea la preferencia por la definición, está claro que todas apuntan hacia el mismo lugar. La pura imagen mental asociada al concepto sugiere un punto que, a partir de un lugar inicial, se alarga, se extiende, por las superficies siguientes. Freud, de hecho, ha cooperado en traspasar el concepto de la materialidad a la mente. Para el psicoanálisis la proyección es un mecanismo de defensa por el cual el sujeto, en vez de girar su atención a sus deficiencias, las proyecta en un sujeto externo, evitando de esta forma la angustia de reconocer sus deseos inaceptables para el consciente. Por ejemplo, si somos profundamente individualistas pero de acuerdo a nuestras normas conscientes esto es castigado, entonces tenderemos a culpar y menospreciar a los demás cuando sintamos, percibamos, actitudes individualistas en ellos, sin necesidad de que en realidad sean así; el mundo se conforma a través de nuestra subjetiva percepción. De esta forma evitamos la angustia de aceptarnos, y a la vez vamos conformando nuestro mundo con personas que aprobemos y que, en consecuencia, no nos recuerden nuestro turbulento inconsciente. Jung también se agarró de esto cuando fundó el concepto de la sombra, que como imagen describe a la perfección el mecanismo; hacia atrás, oscura, y proyectada. Con esto último –sin ánimos de divagar- lo que quiero decir es que existe en nuestro inconsciente, como una cualidad primitiva, la necesidad de proyectarnos y así entendernos. Es más fácil mirar hacia afuera que hacia adentro. De allí que nos construyamos observando al otro; imitando y comparándonos. Cuando vemos a nuestros padres, a nuestros amigos, nos vemos a nosotros también. Aunque es en el arte donde el asunto se vuelve más obvio y didáctico; primero fueron las sombras y la pintura sobre la cueva, ahora es el cine y la cibernética.

El sol del membrillo (1992), el falso documental de Víctor Erice, expone todo lo anterior: la empresa de un hombre por proyectar un membrillero sobre un lienzo, y la imposibilidad de ser un amante fiel a la realidad. Teniendo en cuenta que ganó el Hugo de oro al mejor largometraje de ficción en el Festival de Chicago de 1992, y la naturaleza de, por sobre todo, las escenas finales –desde cuando López García se decide por sacar los membrillos del membrillero, como izando una bandera blanca frente a la batalla con la naturaleza- es que decimos que esto es una falsificación; un documental con un guión escrito en piedra. A esto lo apunto con el dedo porque es necesario para entender la rebelión del Colectivo Los Hijos, no para lanzar piedras frente al (supuesto) pecado de una mentira. Sin embargo lo esencial sobrepasa el ejercicio formal que se podría pensar a primeras luces. El sol del membrillo es el punto de partida de su cine por las ideas que construye en su argumento, más que por la forma en que se expone.

López García, en El sol del membrillo, se planta con la idea de pintar el membrillero con sus frutos floridos. No usa una fotografía porque quiere acompañar al árbol y así capturar con mayor exactitud su esencia; más como un protagonista que un observador. Sin embargo, a pesar de lo romántica de su propuesta, las lluvias inevitables del clima lo obligan a poner un toldo sobre su sitio de trabajo. Así, la naturaleza de su labor se transforma: está interviniendo, y con eso deja de ser un actor secundario en la vida del membrillero. Sus frutos y hojas, además, están pintados para marcar la evolución de su crecimiento. La realidad se trastoca y selecciona; percibimos la primera inconsistencia en la filosofía purista de la proyección. Luego, ya que las lluvias traen las nubes que transforman la luz, López García desistirá del proyecto de pintar el membrillero al óleo; no consigue la luz que quiere por lo que cambiará sus herramientas y comenzará a hacer un dibujo en detalle, como si por proyectar una imagen más específica esta adquiriera mayor sustancia. Pero desiste otra vez, no a fuerzas externas y visibles, más bien por algo personal e inespecífico, como si con la disposición de ese espejo se haya dado cuenta de que siempre estamos mediados, desde el saludo al chofer hasta la lectura nocturna. Desistir es, en este caso, la mejor forma de aprender e iniciar nuevos caminos; de ahí nacen Los Hijos, de la consciencia de una imposibilidad.

El sol en El sol del membrillo -cortometraje de 13 minutos- más que lanzar una atómica respuesta, extiende el panorama del documental que hablamos para apuntar, y por qué no advertir, de las realidades del ejercicio del cine -traspasando así las ideas de la pintura al video-; usando, precisamente, la pureza y el minimalismo que toman esas escuelas documentalistas para (intentar) captar la esencia visual de la vida. La idea de Los Hijos se proyecta limpia y sincera, no hay necesidad de perderse en extravagantes interpretaciones. Lo que hacen, básicamente, es devolverle a la tierra el cuadro de López García para que termine lo que, en su inalterada naturaleza, estaba puesto en un principio. Ese es el primer punto que da la claridad suficiente al paisaje para seguir caminando. Luego la estructura del cortometraje se va ordenando en días –lunes a sábado- que conforman las cuatro semanas en las que se separan estas capas del ejercicio fílmico, como un zoom que lentamente se va retrayendo a su posición original. Así entonces, la primera semana está el cuadro azotado por el clima, siguiendo con el cuadro y planos del clima, a la tercera semana se agregan las voces discutiendo los aspectos técnicos, y en la última la intervención directa sobre el cuadro y así sobre el cortometraje. La última semana, eso sí, termina en domingo, el día en que vuelven a la ciudad; esperando, quizás, entender que el cine es una construcción continua, que su proyección material es producto siempre de otras proyecciones subjetivas. Un ejercicio casi que pedagógico sobre las imposibilidades del cine -y de la proyección purista en general- y que está elevado por la aceptación de estas, cual persona que termina reconociendo su inconsciente tras una terapia psicoanalítica. 

14 de julio de 2012

Balnearios (2002)


Entrevista

Voy a ser sincero, y aunque pueda sonar a esa grandilocuencia sesgada e infantil de esos videos de youtube que dicen: BEST MOVIE ESCENE EVER!!, debo decir, porque es necesario, que Balnearios es, sino la más grande, al menos una de mis más reveladoras epifanías cinéfilas del último tiempo. Y por varias cosas, claro. Pero para ser general, ya que estamos en la introducción, diría que después de tanta película independiente con aires bressonianos y planos silentes, el método Llinás, que se plantea con la consciencia del cine como un artefacto, hay que recibirlo con más que souvenirs de festival y abrazos de galardón. Esto, en caso de dudas, no significa que tenga algo en contra del cine independiente al que estamos acostumbrados, ese de personajes sin mucho que decir y a los que la vida tampoco les tiene preparadas grandes cosas. Sería una inconsecuencia. En varias entradas anteriores (por no decir la mayoría) es precisamente esos ejercicios –bien realizados, claro- los que he levantado. Pero pasa con todas las cosas que después de tanto repetirse, si es que no aburren antes, se empiezan a hacer mal. Como si pasáramos un día entero diciendo ‘estrellado’ pensando que no nos vamos a equivocar. Con el pasar de las decenas empezaríamos a decir ‘trellao’ o ‘strilliado’ o ‘esrallo’, por no decir que la empresa ya es ridícula y tediosa. Nos empiezan a mirar raro y olvidamos porqué empezamos. Un aplauso por los cambios.

Este, es un film sobre los Balnearios, dice al comenzar la voz en off, cautelosa y de siglo pasado, acompañada del metraje viejo y desgastado, como de bañistas adinerados que han venido al mar a probar la curiosidad del cine a mano; película casera de tiempos lejanos. En el final de este pequeño segmento con título implícito, y luego del discurso solemne y sociológico casi filosófico que viene a plantar la duda sobre la naturaleza de los balnearios, la voz dice: y este film habla de todas estas cosas, como repitiéndonos lo consciente que está sobre los recursos del cine. Pero ese elemento, la introducción al film, tampoco termina ahí, el título y su presentación formal también forman parte de ello. Me refiero a que luego de tanta formalidad y solemnidad con las palabras, que la tipografía sea de diseño marino y despreocupado refleja el contraste que se usará en adelante; la apariencia del documental y la mente de la ficción, de lo que sale ese humor y esa esencia particular. Llinás.

La primera historia se llama Historia de Mar del Sur. Una historia sobre un hotel en el que divergen negocios, pistolas, sangre, incendios, femmes fatales, crímenes, juegos, prostitutas, cartas, firmas, un panadero, un uruguayo, pasiones, investigaciones, fiestas, y el joven G. con una obsesión. Inexplicablemente, entre esos empresarios y hombres de negocios, logra colarse un muchacho arrogante y aventurero, de aires rebeldes y desafiantes, sin experiencia alguna en los negocios pero con una marcada pasión por el hotel, dice el nuevo narrador. ¿Suena conocido? Los ecos del thriller neo-noir se escuchan en todo el edificio. Pero más allá de la historia y el uso del género, destaca la estructura del cuento en cuestión. De elementos particulares saltamos hacia atrás para ver que Llinás no sólo ha fusionado ingredientes para darnos una cena distinta, sino que demuestra en la apertura que además de tener aptitudes para la cocina, tiene la gracia de saber contarla. En principio el narrador, cual guía turístico, da la entrada a la curiosidad contando un poco lo que interiorizamos adentro. De hecho afirma que, para ponernos a tono, todo lo que se cuenta en este film es cierto, aunque por ratos no lo parezca. Luego el rasgueo trepidante y ¡paf! El señor G. en el hotel, en el ahora, abriendo ventanas, abriendo puertas, corriendo tablas, abriendo puertas, cerrando puertas. Eso es todo lo que hace, y ese, precisamente, es el chiste. El recurso temporal de mostrar el presente del personaje le da la verosimilitud. Llinás no necesita mayor sustancia que esa para convertir una mera anécdota de la ficción en una anécdota de la realidad. No es que el señor G. no haga nada, es que hace cosas sin sentido; así se demuestra el truco.
Mientras van y vienen los giros imprevistos y sin mayor explicación, comienza a sonar una canción que presenta la historia de los dos jovenes. La historia continúa y una vez que llegamos al desenlace –por respeto intento no lanzar muchos datos- la canción vuelve a aparecer pero con los subtítulos de la letra. Habla de ellos dos: de los sentimientos de la francesa por el joven y solitario G. Así la historia ya completada adquiere ribetes sentimentales y personales, se da paso al imaginario y en nuestra mente volvemos atrás para agregar datos de otras tonalidades. Y sólo por una canción. En general las voces –no me refiero a las voces en off- del resto del film son un tanto planas, en cambio acá creemos escuchar a Llinás en el joven G., en la francesa fatal, y también en sus sorpresas: el final por ejemplo. Una vez que la canción termina saltamos al presente con el señor G. subiendo la aguja del tocadiscos y guardando en un cajón el desparramo de papeles, cartas y, justamente, las fotos que se usaron para contar la historia. El señor G., antes de cerrar, toma mate riéndose del absurdo.

Una voz de frases golpeadas, serias y documentadoras. Es el ejercicio casi científico por describirlo todo. La narración grave y detallada vuelve ridículos e irrisorios los objetos más frecuentes. De hecho a veces, no hay mucho que decir. Estas hileras pronto se duplican, y-triplican. A mediados de diciembre están…listas, explica la construcción de los puestos de feria playera; es el episodio de las playas, el tracto más documental de todo el film. Documental porque nos cuenta cosas que conocemos, no se pierde –bueno, a ratos sí- en las extravagancias de la ficción. Para los que han conocido la playa como un ejercicio habitual y familiar van a haber momentos iluminadores de por qué, a pesar de la playa, arena y sol, se volvía tan tedioso el ritual. Pero para los que no la conozcan, o no se reconozcan, con la próxima visita no podrán evitar prestar ojo a los protocolos y sus actores. La estacada del quitasol, un ejercicio relegado al varón; las caminatas eternas y repetitivas por la costa; los personajes como, el bañero; los niños con sus insólitos y elásticos juegos; y etcétera. Una descripción exhaustiva de la fauna playera que contrasta con lo fantástico de la historia siguiente: Miramar. Un pueblo que se hundió en el mar pero que nadie recuerda por qué; una Atlántida sin sus palacios ni tesoros, una Atlántida pobre, nos relatan en el fondo. Sin embargo, si el relato nos parece entrar en terrenos que sobrepasan nuestra fé, tenemos dos actores que, como la calcomanía del censo, nos dicen que esto es legal. Explícitamente, el caballero del bote, y en un nivel más silencioso y visual, el buzo que ilumina los edificios bajo el mar. Se vuelve dudoso, no sabemos qué tanto es mentira y verdad. La verosimilitud es abierta de mente, los acepta a todos.

Toda maravilla tiene sus manchas y puntas picoteadas. Zucco, el último episodio, pierde el matiz. Es el personaje de provincia que nos acerca un poco a la Argentina, y que a pesar de tener sus momentos, estos se vuelven un tanto forzados; esa risa que no marca el momento para reír sino que es-la-risa funciona sólo al principio, porque al principio lo conocemos poco. Las obras metálicas de Zucco y sus pinturas son risibles, pero aún así se nota que, al menos con esta muestra, Llinás tiene mayores aptitudes para contar historias y jugar con estas que para crear un personaje. El epílogo, sin embargo, funciona a la perfección. Se despide con la sonrisa del juego; de lo que se muestra, de lo que no y de lo que se cree; de la expectativa.

Suficiente muestra para escuchar con ganas y, bueno, también un poco de miedo a la tortura, las 4horas de Historias Extraordinarias

7 de julio de 2012

Salsipuedes (2012)



Son tiempos violentos. Ahora (y quizás siempre) cuando gritas buscando tus derechos es un palo y un chorro de agua el que te responde, no la cara del responsable. Mientras en los colegios hablan de guerras mundiales como anécdotas del pasado, al otro lado del mundo hay quienes continúan taladrando tierras con una metralleta en la mano. En la tele explotan los femicidios y el cinismo de varias políticas descarrila a los buses en la noche, mientras el bullying, como el compañero de intercambio, se sienta en los matinales a conversar. Sentimos que sabemos cómo disparar un arma, y también que encontrar un brazo mutilado en el basurero del pasaje no nos sorprendería tanto. Nos creemos más violentos de lo que somos. ¿Cuántas veces has peleado? Y cuesta diferenciar los recuerdos de las ficciones con los empujones furtivos en la básica. Por eso, después de tanta violencia explícita y mentirosa enmarcando los desayunos, recreos y viajes de todos los días, Salsipuedes exhala las consecuencias y las dinámicas que explican más que un cuerpo con sábana blanca a un lado de la calle.

En la escena inicial el contraste juega de la misma forma que la violencia posterior. Mientras suena un reggaetón en la radio, tenemos de frente en un plano fijo, el perfil angustiado y sugerente de Carmen (Mara Santucho). Sabemos de antemano que es una película sobre la violencia a la mujer, por lo que las suposiciones sobre la tristeza de Carmen desembocan todas en un mismo lugar, más aún cuando Rafa (Marcelo Arbach), su pareja, está en el fondo de la imagen clavando con una piedra las estacas de la carpa. Todo está insinuado, y es confirmado una vez que, por los reclamos de la carpa vecina, Rafa se sube al auto para apagar la radio. Adentro la imagen se vuelve asfixiante; le dice hermosa en un tono cómico mientras le toca la cara y le insiste, con la distancia de un especialista, que no se siga tocando o le van a quedar marquitas. Carmen gira la cara y se asoma el rostro golpeado.

De haber usado una cámara más libre en vez de los planos fijos, habría parecido documental porque el tratamiento, desde el guión, se monta con una postura no intrusiva. Es un retrato que además de no hablar de los moretones externos, tampoco te habla de los internos. Es más bien el relato de una dinámica, una dinámica por cierto focalizada; los involucrados de segunda clase son la madre y la hermana de Carmen, no hay nadie más, se podría esperar la postura del observador, el testigo del maltrato, pero no pasa; esto es un día de relajo en el camping con la novia, la suegra y la cuñada. Lo externo es sólo un paisaje.

La madre (Mariana Briski) llega y después de verle una basura en el ojo nota el moretón. Nada mamá, me caí en bicicleta. ¡Pero qué boba que sos, cómo no ponés las manos Tutuca! O algo así. Lo siguiente es mandar a Coco (Camila Murias), la hija menor, a buscar una crema al auto que como le contaba una amiga, hace maravillas. Así mientras maquillan la desgracia, damos cuenta de que la madre se hace la tonta y la hermana chica bromea con la obviedad de la situación. Aquí hay un plano fijo al rostro de Carmen mientras conversan; lo más cercano a una cámara intrusa por revelarnos en su pura observación las expresiones de Carmen frente a las bromas y los recuerdos de lo que pasó (más adelante está también este plano sobre su madre). Todo esto a la vez que se ríen de las vecinas y las mujeres de la familia para olvidar sus desgracias, recalcando que por no tener marido están gordas, solas o tristes. Notamos a Carmen tan cínica y desagradable como los demás, y eso es bueno, no queremos héroes ni victimas de intachable moral; la realidad se vale de matices para ser real. Sin embargo la búsqueda por refugio aflora: en un momento le dice a su mamá que la ama mucho y que le gustaría volver a vivir con ella, a lo que ella le responde con alguna negación, rechazando su abrazo y diciéndole que se vaya a hacer otra cosa, igual como más adelante esquiva su cabeza sobre su hombro en el lago. Así, haciendo caso a la tradición, damos cuenta que Carmen es igual con su hermana chica. ¡Qué pendeja mala onda! Así nunca vas a estar con nadie, le dice. Es probable que su madre sea también una mujer golpeada y que la casualidad de la crema sea en realidad una constante en su cartera.

Los colores y algunos cuantos encuadres son bien femeninos, lo que hace de contraste –otra vez- con Carmen, que de entre su cabeza despeinada y su pesado rostro resalta. El mejor ejemplo es el grupo que estaba al frente en el lago; los más vivos colores de una playa californiana.

Rafa es un tipo intrusivo, ácido y de un humor violento. Le dice a Carmen que si su madre y su hermana no encuentran comida en el almacén, entonces pueden comerse su salchicha. Y después del sexo anterior a la escena final le dice que tiene la vagina nauseabunda, que hay olor a muerto, que por qué no se lava etcétera. Sin embargo el acto final no funciona como desenlace de escape ni como acto de quiebre. Después de que Rafa desconecta las llaves del auto se nota que Carmen ya no es cómplice sólo en su silencio, sino también con la decisión sobre sus actos. Son pareja en un consenso mutuo, no hay castigo ni evasión.

Salsipuedes, escrita y dirigida por Mariano Luque, se presentó en la competencia argentina del BAFICI luego de haber sido seleccionada en la Cinéfondation de Cannes y haberse ganado los elogios de otros varios festivales. La vi luego de Lima Independiente y es sin duda una de esas películas que deberían tener mayor circulación. 

2 de julio de 2012

Verano (2011)


CineChile

Seré breve.

Esta película está muy lejos de ser como el anterior largometraje de Torres Leiva. Los planos largos y silenciosos que embellecían al sur y daban espacio a la contemplación, y por consecuente a la reflexión, fueron sustituidos por imágenes que simulan a las películas caseras que, precisamente, abundan (o abundaban) en verano. Son imágenes que nos relegan al ámbito de los recuerdos, desde donde emanan su nostalgia, y también al terreno íntimo de los hombres, desde donde afloran sus sombras y fantasmas. Se entrega uno y se pierde otro. Sin embargo la queja reside en otro punto, no en la decepción del fan que esperaba una continuación del primer encuentro, sino en el ejercicio mismo. Sabemos ya que el tempo y la visualidad de El cielo, la tierra y la lluvia han sido despreciados en favor de las sensaciones de la historia, pero entonces, cuando nos encontramos frente a un guión con varios personajes en que la línea de demarcación entre primario y secundario es difusa, uno espera que el valor de no encontrarse en la historia misma, bifurque hacia la caracterización y curiosidades de estos sujetos. Sin embargo – y aquí creo entra una ración de gustos y de la forma en que cada uno se conecta con la pantalla- falta esa seducción. Cuando hablamos de personajes necesitamos de momentos que los hagan expresar su sicología, y que así, con el correr del montaje, se vayan matizando hasta hacerse auténticos. Si no son excéntricos seductores entonces que sean vivos individuos, y lo último al menos sucede con Julieta Figueroa, el único personaje que extiende sus brazos a lugares en los que no estaba en un principio, mientras el resto del reparto se queda flotando junto al calor de las parrillas o los castillos de arena golpeados por el mar. Alguien podría pensar que esto quiere ser un retazo emocional del Verano, de hecho, es lo que la mayoría debe haber pensado antes de entrar a la sala, pero tampoco sucede, el estado inocuo al llegar los créditos es muy distinto al olor a tierra mojada que te impregna El Cielo. Incluso esta historia y ejercicio está más cerca de Turistas que otra cosa ¿Dije que Alicia Scherson fue la productora?.

Aunque los planos cercanos y palpitantes impidan la contemplación, existe la intención conceptual de acercarse a esos estados internos por los constantes planos del ojo humano. Pero a veces no hay peor tropiezo que la intención fallida o el concepto paralizado. Y si de continuaciones se trata, además del tema de la incomunicación que encuentra sus mejores expresiones en los silencios –que redundante-, están esas anécdotas intimas o momentos tiernos, parecidos a los que provoca Wong Kar-wai. En El Cielo la primera conversación es sobre el sueño de una de las chicas, donde inventaba la mantequilla y se hacía millonaria. En Verano, de entre otras cosas, alguien habla de cómo le decían cuando chica que no se comiera las semillas de la sandía o le crecería un árbol en el estómago, mientras otra intenta enseñar a su amiga (no recuerdo bien quién era) a doblar servilletas como le enseñaron en el restorán, pero tampoco se acuerda bien.

Dos pasos atrás y la nostalgia por lo pisado, chamuscado, abandonado. 

29 de junio de 2012

Hachazos (2011)



En Psicología existe la llamada teoría cibernética. Una teoría que, básicamente, intenta explicar cómo es que nuestro cerebro procesa la información. Esto lo expresan usando como ejemplo los mecanismos de un computador, de ahí el nombre. Así, lo que nos intentan decir es que el invento revolucionario se comporta, al igual que un martillo, como una extensión del hombre y que viene a ser a su vez una proyección de sus capacidades. Por ello es que el cine, aunque no se plante con las intenciones transables de la ciencia, se convierte en un ejercicio que trasciende las barreras a las que popularmente es adscrito. Si el computador simula la mente, la cámara simula el ojo. Las imágenes no son nunca azarosas y así tampoco el documental aprehende la realidad cual planta absorbe la luz en su fotosíntesis. La cámara encuadra, selecciona y luego proyecta. De esta forma el realizador se arma de un rifle de alto alcance más que de una red imprecisa, y en consecuencia, él es primero y luego la realidad, no viceversa. Cuando se monta o se captura una imagen lo que se hace manifiesto es el mundo interno de quien las maniobra y selecciona, dando cuenta en la proyección –cual vomito del ritual- la inauguración del edificio de los bosquejos internos. Un éxtasis que creo pocos directores conocen. Los procesos explosivos y desconocidos de la mente son relegados a las artes corporales y manuales donde el cuerpo está en un continuo contacto con el objeto, dando así la impresión de que las cosas logran deslizarse sin baches por el movimiento del cuerpo o la pintura del pincel. El cine en cambio es carretera con peaje. El cine se ha formado –explícitamente- como una construcción; una ficción que se conecta con reglas racionales y específicas de su lenguaje, algo que no deja de ser un reflejo de los hombres pero que ha dejado en una somnolienta era glaciar al mundo singular e inalcanzable de su primer responsable. Por ello es muy probable que, a esos intentos por girar la cámara contra la viscosidad del ojo, se les clasifique de cine experimental.

Claudio Caldini comenzó a hacer cine en los setenta, la década en que la Argentina, y tantos otros, comenzaban a tropezarse por las fisuras de la dictadura. Caldini sin pensarlo demasiado se dispone a quemar las naves y escapar a la India; no soportaba las atrocidades de un país que se ha vuelto irreconocible.

Y allá como que se volvió loco, es todo lo que sabemos.

En Hachazos, Di Tella no intenta hacer una biografía como las conocemos. Esta es también una biografía experimental ya que intenta reconstruir a Caldini en función de lo que fueron sus obras. Obras que, por cierto, no encuentran su valor en records de audiencia o valores históricos. Como bien dice la voz en off de Di Tella en la historia del cine argentino no existen, es como si nunca hubieran filmado nada. ¿Entonces qué nos queda? Caldini, su valija y sus archivos. No hay nadie más a quien satisfacer. Esto es un canal sin balbuceos entre su obra y su mundo, que en alguna ocasión logran montarse y convertirse en una única palabra. El mejor ejemplo puede ser ese sol en llamas que grabó en la India, en el atardecer de su locura, y que dice se corresponde perfectamente con la llamarada que él veía caer al mar. Caldini es un grande, un personaje entrañable.

Más adelante nos encontramos con la que debe ser la escena más memorable del filme. Caldini y Di Tella conversan frente a la cámara sobre la idea que tiene este último. Un hombre lleva toda su obra, que es toda su vida, dentro de una vieja valija de cuero comprada en la India, en un tren que va de Moreno a General Rodríguez, por el conurbano bonaerense. Pero si eso es ficción le responde Caldini, nosotros estamos haciendo un documental. Y en estos intercambios de ideas se van moviendo del encuadre haciendo parecer que a ratos es Caldini quien dirige a un Di Tella solo frente a la cámara. A punto de convertirse en auto-biografía, o en la película de un viejo del cine argentino que le dice a un contemporáneo cómo hacer un documental sobre él. De cualquier forma la escena se filma igual, y creo tiene que ver también con el camino de retorno que tiene el cine, ese viaje por el cual las imágenes terminan por afectar a la realidad, donde ya no son construcciones internas proyectadas sino ficciones que penetran y tallan a las personas. Filmar como se vive, vivir como se filma. Así este filme es un viaje reconstructivo no sólo por haber explícitamente reconstruido sus obras –Gaspar Noé debe empatizar con sus técnicas-, sino por haberse sentado y, en el ritual inadvertido de las imágenes, haber despegado al lejano y cercano mundo de nuevos tiempos. Una reconstrucción hacia el futuro. Y con la multi-proyección de sus obras lo que está haciendo es algo parecido; un regurgitar proyectivo de sus recuerdos. Después de quemar las naves, de romper con todo, de convertirse en un eterno viajero, es el hombre y sus recuerdos lo único que queda y el cine tiene la capacidad de volver esa relación material. ¿También quemaste los archivos? No, esos se van conmigo. Y se va, una vez más.

Si Las Pibas de Perroné -en el contexto de Lima Independiente- fueron el saludo de presentación para lo que conocemos, estrictamente, como cine independiente, entonces Hachazos te abraza en un hasta pronto sincero para el cine esencial, un ejercicio que como tu nombre y tus platos favoritos se va contigo hasta el finito; hasta que la luz queme el celuloide o el túnel te raye el digital.

14 de junio de 2012

Monsieur Lazhar (2011)



Muerte, unisex. Mu-er-te, tres sílabas. M-u-e-r-t-e, seis letras. En el final y sin retorno.

No sé más que eso.

Intenté hacer una descripción –introductorio ejercicio literario- de las certezas y efectos de la muerte. Certezas sobre el muerto y efectos sobre los vivos. Algo así como que la muerte, para el muerto, dura lo que se desvanece la imagen en el televisor apagándose. Mientras que para el vivo es una tarde de domingo con la pantalla en auto-zapping  y shuffle. Y algo de los fantasmas también. Algo como que el muerto se entierra y el fantasma es su recuerdo, o que enterramos los recuerdos y así los vivos nos hacemos fantasmas. No sé, al final no resultó. Sólo una vez fui al cementerio; y fue comiendo helado y sin flores.

Martine, la profesora del curso protagonista, se suicida la noche del miércoles en su salón de clases. El jueves en la mañana, Simón, mientras llevaba las leches para su curso, descubre su cuerpo colgando desde un tubo. La imagen es así; lejana, insegura y casi difusa. Simón (Émilien Néron), antes de ir por ayuda, queda aterrado sobre los casilleros que visten los dibujos tiernos y asimétricos de alguna mañana recreativa. La profesora que acude, casi en un acto reflejo, se lanza sobre los niños que vienen subiendo y sacando sus abrigos para refugiarse en las primeras clases de un nevado día. Que se pongan las chaquetas, que bajen, que vuelvan al patio. Sin embargo, Alice (Sophie Nélisse), curiosa y sigilosa, camina hasta la franja de vidrio que corta la puerta y hace de encuadre a la muerte violenta, mientras la profesora, cual heroico peatón que salva a su compañero de un atropello inminente, la tira en dirección contraria con la fuerza que quiebra una escena y arranca a los créditos de apertura.

Esa es la síntesis de la tragedia sin el factor Lazhar. Los profesores y apoderados juegan cartas sobre las lápidas mientras preparan zuko con el agua de las flores. Relinchando.

Bachir Lazhar (Mohamed Fellag) será el catalizador; la crisálida en la que se envolverá junto a los niños para salir de la convulsión en la que se encuentran. Hará de puente entre la visión de especialistas distraídos que tiene la institución y la inocencia de los niños que, como bien dicen en un momento, no están traumados, sus padres lo están. Trauma entendido no como el temblor que nos produce la muerte, sino como la incapacidad para sentir el movimiento telúrico. De esta forma la relación se enfoca sobre los dos niños del principio. Por un lado Simón se siente culpable por la muerte de Martine, y por el otro Sophie tomará las cosas con rabia, alegando que esto ha sido un acto de violencia y que por las naturalezas propias de la muerte Martine no puede, pero debería, ser sancionada. Una reacción que dista de la actitud de los adultos. ‘’No dejes que Simón traiga de nuevo la foto’’ dice la directora, cuando la foto de Martine dibujada con alas de ángel y una soga al cuello no es nada más que el reflejo de la inocencia de los niños, y la afirmación de que uno no muere hasta que es olvidado.

Lo mejor de Monsieur Lazhar, nominada al Oscar por Mejor Película Extranjera, son el tratamiento (parece que siempre) y sus concisos personajes. Hablar de la muerte ya es un tema nubloso y de luna llena, así que hablar de la muerte con niños es como jugar yenga mientras se cruza el pacífico en un bote pescador. Sin embargo acá esto se logra hacer con sinceridad y cautela, como se debe, y más ejemplificador de su pericia aún es el mostrar los errores de los adultos, sus tropiezos y las torpezas cuando intentan arreglar un tema tan vivo como la muerte. Los muertos no saben de su mundo, y los que no pueden conectar ni fantasmas son. Zombies tampoco. No sé que serán. Pero que, por ejemplo, nunca nadie se haya llevado las cosas de Martine, siendo que con la construcción a goteo de su personaje imaginario vamos notando lo frágil que era, y por sobre todo ansiosa de conectar los caminos lejanos y austeros que son las personas, es muestra de que sus colegas nunca estuvieron ahí, que al contrario, como fantasmas en vela pasaban a través de los demás sin percibirse ni sentirse. ‘’¿Por qué alguien se suicidaría acá?’’ le pregunta Lazhar a su coqueta compañera, a lo que ella responde ‘’¿Bajemos?’’, refiriéndose a la fiesta que tenían los niños unos pisos abajo.

Llegando al final de la película Lazhar cierra su luto, esa razón que la gente dice que uno necesita para poder decir adiós, goodbye, sayonara, chau-chau. De la misma forma, las cosas se van empujando para que Simón deje salir sus fantasmas y entienda que, muchas veces, los hechos se suceden confusos y los culpables caen como suposiciones de razonamientos erróneos. Gran actuación. Algo parecido con la composición de Sophie, que llega no con la fuerza de la interpretación, pero sí con ese fantástico contraste entre la inocencia y la sabiduría infantil.

Después de todo, del quiebre pausado de la crisálida, entendemos que las cosas de la vida y de la muerte no deben ser nunca etiquetadas ni uniformadas. Que el abrazo de un final logra entregar más que el tirón de un principio, y que muchas veces somos extranjeros en nuestros planetas intentando hacer nudos con los demás.

4 de junio de 2012

Drive (2011)

IMDB

En tiempos en que la acción, las películas de fin de mundo, y los superhéroes se producen -y reproducen- como pulgas de mar o predicciones sísmicas, viene a ser un masaje neuronal una película como Drive, que a pesar de ser parte de un género con elementos tan manoseados como los anteriores, la trata con consciencia; sin ganas de correr desnuda por el centro, sin arrebatos ni habladurías. 
En el cine sobran los altares a las señaleticas atropelladas, derrapes humeantes, y la adrenalina del centro de la ciudad como un gran campo de obstáculos movedizo (puntos extras por peatones esquivados). Así mismo con los autos. Esas bestias con armaduras coloridas y aliento a monóxido que crean el mix ideal junto a las mujeres voluptuosas. Uno a cada lado. Sin embargo, tal como dice Shannon, es el interior del auto el que lo convierte en la máquina que es, no el exterior; y esa, es la gracia última de Drive.  Porque una película de autos no te amarra a la velocidad y las explosiones, así como una de amor no siempre se desborda en besos, llantos y promesas. 

La historia se introduce con un trabajo del conductor de Ryan Gosling que, claramente, desemboca en una persecución, pero que es desde el principio -incluso antes- tratada con cautela; más como una misión de espionaje que otra cosa. En un solo momento están siendo realmente perseguidos por un auto policial, y el pauteo de la escena lo dan las respuestas de la radio policial, no la acción de unos destartalados brazos resbalándose por las calles de Los Angeles. Sucede también que la cámara está siempre adentro, o al menos, en el auto, por lo que nos convierte en el pasajero faltante; el silbido extenso como a bocanada de viento da la sensación de velocidad, y como co-pilotos no podemos evitar el rostro determinado y sereno del conductor. No hay nunca tomas de helicóptero que lo hagan parecer uno de esos programas de persecuciones policiales, como tampoco tomas del Chevy Impala galopante por la carretera, porque después de todo es el auto más común de Los Angeles. Nada para presumir. Incluso en esos segundos que son perseguidos, la toma del auto policial acechante es desde la perspectiva de los prófugos. No hay tomas amplias de las naves derrapando en las curvas para entrar a la calle directo a nosotros. De hecho, cuando corre esquivando los autos de la pista nunca nos levantamos por sobre el Chevy, al contrario, nos agachamos en la misma toma del principio; como un ninja silencioso.

Drive es una película concisa donde nada sobra. Comienza con cuidado, como quien tímidamente pide permiso para entrar a una casa ajena, pero una vez que le han ofrecido algo para tomar se suelta a romper con todo, cual gorila perdido en el metro. Después que conocemos la miseria de sus personajes se da luz verde y todo corre sin pausas, sin líneas, sin señales que retrasen. Es después del atraco frustrado que las cosas se descontrolan -la persecución resultante es lo más cercano a las persecuciones que conocemos-; sesos que explotan, puños machacados y el mar que todo lo limpia. Curiosamente hay una muerte para cada uno: mientras uno es banalmente baleado otro sucumbe ante la épica fuerza del mar. Algo parecido sucede con los villanos que, como la violencia, están fuertemente caracterizados. Esto lo digo refiriéndome a la caracterización externa -no hay mucha psicología en esta película- Después de todo, en contraposición a lo dicho en un principio, el otro punto fuerte de Drive que es imposible dejar de lado, es su fachada. Bernie (Albert Brooks) y por sobre todo Nino (Ron Perlman) parecen sacados de un cómic. No tendrán un poder ni un elemento que los identifique –como a Driver lo identifica la chaqueta de escorpión- pero tienen el desplante y la fuerza de esos primer planos que complementan perfectamente con la estética del film. Así, continuando, ocurre el mismo tratamiento con los espacios, que más que lugares o situaciones se convierten en fotogramas; el fuerte dorado del ascensor; el rojo, las mujeres y los espejos –que se repiten- de cuando va con el martillo donde Cook (James Biberi); la pizzería de Nino en la noche; las luces de la ciudad y también el trabajo que hay con la luz material –de entre otras cosas está el faro en la playa y Ryan Gosling enmarcado en la puerta de vidrio frente a la pizzería-. Oh y cómo no mencionar la música, que le da un leve toque futurista y seductor a estas situaciones de colores a ratos metálicos. Driver bien podría ser un astronauta que regresa de algún planeta de escorpiones alienígenas y mutantes adictos a la velocidad.

Creo hay que dar una atención especial a la actuación de Ryan Gosling. Si bien esta no es una película con intensos e informativos diálogos, ni tampoco con flashbacks esclarecedores de la mente de sus personajes; es el otro lado, el silencio y la inesperada violencia de Driver, lo que nos hace pensar y sacar de nuestro desconocimiento sus más profundos pensamientos. Mientras no hay frases que nos muestren su mutación más personal,  su rostro sí lo hace, y más interesante aún; su ropa. Su chaqueta y sus botas, como un traje de superhéroe, lo acompañan en cada escena, así las marcas de sangre de cada encuentro se mantienen allí intactas, recuerdo constante de cómo todo se ha ido a la mierda.

Puede que Drive no se convierta en uno de esos clásicos de todos los tiempos, difícil. Pero está claro que ha desatado una estética propia que rememora, como han dicho, muchos elementos de películas que no he visto –de ahí que no pasen más allá de esta frase- pero que son fáciles de intuir. No por nada ganó el premio de mejor director en Cannes, y un año después de su estreno su nombre se sigue repitiendo en el infinito internet.

23 de abril de 2012

Le Feu Follet (1963)

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Louis Malle contaba en una entrevista que a lo largo de su vida siempre había sido el más joven en todo: Fue el más joven de su clase en graduarse y con sólo 24 años ya había co-dirigido un documental junto a Jacques Cousteau (El Steve Zissou de Wes Anderson) y que más encima se ganó la Palma de Oro de ese año. Pero aquello, como todo triunfo o tragedia constante, se convirtió en un tema. Llegadas las tres décadas de su vida sintió que la vida se le asentaba, y a pesar del continuo éxito en su trabajo sentía una nausea existencial en el viaje. Era el tiempo incansable que le gritaba sobre la adultez. Así, mientras Malle lidiaba con sus melancolías, tenemos por el otro lado a Pierre Drieu LaRochelle, un novelista francés que mantenía una relación de amistad con el poeta Jacques Rigaut, un hombre con problemas con la bebida (así como le dicen) y que frecuentemente hablaba sobre suicidarse, hasta que contra los pronósticos de sus cercanos, a la edad de treinta dejó de hablar y se dio un tiro contra el corazón. Las cosas se empiezan a armar. Después, Drieu LaRochelle, 
de alguna forma acechado por los ignorados anuncios del suicidio de su amigo, escribe esa novela llamada Le Feu Follet, y que por esas vueltas extrañas caería como una segunda piel sobre los treinta años de Louis Malle.
Varias décadas después Wes Anderson recordaría el film en la escena del baño de los Royal Tenenbaums. I’m going to kill myself tomorrow y Elliott Smith de fondo, otro más que se fue por su cuenta.

Alain Leroy (Maurice Ronet) está cansado. Recorre melancólicamente las calles de París, las camas de los hoteles, los cafés y las casas de sus viejos amigos. No logra conectar, dice, y es más difícil aún cuando todo ha cambiado. Los amigos se convirtieron en adultos; ya han aceptado la situación. Las mujeres siguen rondando con sus piernas abiertas, acechantes, pero Alain ya no puede hacer el amor ni tampoco amar porque está demasiado consciente de su tragedia. Malle decía en una entrevista que está lleno de gente que cree estar amando y haciendo el amor todos los días, sin darse cuenta que en realidad no tienen idea de cómo hacerlo, ni tampoco de qué se habla cuando se dice te amo, pero lo ignoran y así continúan tranquilos. Para los conscientes es distinto, te envenena. Alain, de hecho, está tan consciente de su tragedia que a pesar de llevar tres años sin consumir alcohol continúa asistiendo al hospital por más que le digan que ya se ha sanado. Estar sano aquí es tan engañoso como el amor.

Alain no es expuesto a situaciones dramáticas. No hay actos de quiebre de los que notemos la extrema melancolía en la que está inmerso. Aquello es más bien expresado por sus pensamientos -por ejemplo la primera escena que se convierte en la síntesis del sentimiento de toda la película- o también por actos pequeños y solitarios. El momento en que Alain vuelve a su habitación en el hospital es esclarecedor de su situación; son varios elementos conjugados. Lo primero son los recortes de diario con noticias de suicidios, nada más directo que eso. Después, en un nivel más conceptual, están las cosas que van cayendo; el poster pegado en la pared, su perchero con ropa y la torre con cajas que arma frente al espejo. También lo vemos intentar escribir; una toma por cierto larga, pero que logra capturar el acto nada simple de traspasar los pensamientos al papel, y que acaba en frustración al tachar con marcador todo lo escrito. Por último juguetea con la pistola, y al acostarse deja dicho lo que acaba con cualquier suspenso posible: I’m going to kill myself tomorrow. Creo que esta secuencia es suficiente ejemplo para reflejar el estilo del filme.


La melancolía de Alain es sobre todo solitaria. A pesar de necesitar de los demás para existir, ellos poco saben de ella. Aquello sucede porque hablamos de un sentimiento ya asentado, que no necesita de vagos intentos con los demás para ser validado. De esa forma la película se enfoca sobre Alain y nadie más. No importa qué mujer haya mostrado más, o qué amigo haya entendido mejor, menos aún si hablamos de un barman o de su mujer. Aquí son todos iguales y sirven sólo como conector de Alain y su condición. 
A manera de interiorizarse con el personaje Louis Malle puso gran énfasis en las expresiones de Ronet. Pero el entorno sigue siendo importante, aquí hay una naturalidad como la de las películas de Truffaut o Godard, lo cual es perfecto para empatizar con la tragedia en la que estamos metidos. Cuando Alain está en el café, en el hotel o en su habitación, estamos nosotros también. Hay una concientización del espacio que hace de puente hacia el mundo del filme, y que va de la mano con el ritmo, la duración y movimiento de cada toma. Eso siempre se agradece; la capacidad de tirarte dentro del cuadro. Y debería ser la aspiración última del cine. No se trata de la realidad virtual o la tecnología 3D, sino la capacidad de darle suficiente naturalidad a un artificio como para creerte parte de él. Vamos.

“Me suicido porque no me quisiste, me suicido porque no te quise. Porque nuestras relaciones fueron cobardes, me suicido para estrecharlas. Dejaré sobre ustedes una mancha imborrable”    

20 de abril de 2012

Janela da Alma (2001)

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Con la internet la información parece infinita, cuando lo cierto es que es finita y que la realidad son las posibilidades multiplicadas. Mentiría si dijera que antes la forma de acceder a la información era así y asá y ahora me siento maravillado con los caminos que me han abierto los medios masivos. Casi que nací con internet y nunca leía los diarios. Un casi que nací  porque la información se me desplegó conscientemente a los 17 y me instalaron banda ancha a los 14. Entremedio llegaron las películas y después de los tres sucesos asentados me di cuenta que, muchas veces, si quería saber de algo ni siquiera tenía que conocer su existencia, nada más había que esperar (en un sentido lírico) porque si era relativamente relevante este se mostraría por su cuenta. Suena medio bíblico: la información revelada., pero así parece que funcionara. Está este universo de datos flotantes y está la gente abajo mirándolos: con el tiempo, como alimentados por los ojos que los observan, agarran peso y caen como las tablas de moisés. Y así, después de navegar por varios circuitos, terminas acá. Quizás un amigo te recomendó a Elliott Smith y lo escuchas por primera vez; quizás estás pasando por algún quiebre o nada más es esa hora del día en que la melancolía se asienta y escuchar a un artista muerto te pone en sintonía; puede también que sea producto del azar, que luego del undécimo click por entre los related videos el punteo de esa guitarra te haya detenido y, después de unos segundos hipnóticos, el viaje fuera de foco a través de la ventana del auto te haya cautivado. Así, Janela da Alma, sin buscarla ni esperarla, te golpea en la cara como esas hojas de diario que en las caricaturas de la infancia traen alguna revelación o una noticia importante que quiebra la trama; que nos quiebra el día con la curiosidad que traen los mundos extraños. Después de todo, estamos bombardeados siempre por los mismos temas: que la noticia policial, que la chick-flick, que si es coca-cola la bebida, que bienvenido a copec buenas tardes mi nombre es Matías en qué lo puedo ayudar, que el cuadrado del binomio, que no me siento para dar el asiento, que los comerciales en el metro, que el afiche en el paradero, que si llevo hallulla o marraqueta y en la casa los mismos fideos de ayer. Poco sabemos sobre los mundos ajenos y, no sé ustedes, pero el Aló Eli nunca me gustó.

En resumen, el documental se estructura alrededor de las ideas de estas 19 personas que sufren algún tipo de discapacidad visual: desde el estrabismo hasta la ceguera total; discursos que son a la vez atravesados por distintas imágenes, como el video mencionado en el párrafo anterior, que nos ponen a tono con el mundo al que volamos. Vale mencionar que
Walter Carvalho, el director de fotografía de Central do Brasil, además de co-dirigir Janela da Alma junto a Joao Jardim, fue el encargado, obviamente, de la fotografía, así que hay una mano conocida y validada tras este trabajo, lo que a la vez reafirma la sorpresa de por qué no nos habíamos topado con esto antes.

Discapacidad es un término engañoso, al final, de manera consciente o no, damos cuenta de que varios de ellos nunca se han sentido inferiores por su condición y que han logrado conformar su mundo sin ningún problema aparente. Si los ojos son las ventanas del alma, estos condicionan solo en parte nuestra vida: el vidrio puede ser transparente, estar trisado o tener teñidos cromáticos, siendo sus características un agregado, nunca un determinante. Partamos con que no vemos con los ojos, vemos a través de ellos, y, si se me permite caer en metáforas un tanto revueltas, me imagino una linterna que apunta hacia el patio, hacia afuera; desde adentro y a través del vidrio de la ventana de esta casa de campo vamos iluminando como el foco solitario de un teatro a oscuras. Esa linterna se parece mucho más al acto de ver que la simplicidad de la biología visual. Puede que afuera llueva, que el vapor del respirar nuble el vidrio, incluso que la ventana esté muy alta y ya no podamos ver el pasto sino sólo una línea de estrellas en lo alto, pero independiente de tantos factores, al fin y al cabo, el que prende o apaga la linterna, el que apunta y encuadra dentro de esta vasta gama de posibilidades, es uno. Entonces ¿Cómo debemos ver? ¿Hay acaso una lista de características única y fundamentales? El profe de Biología diría que sí, que la evolución de la especie depende de ello. Pero la verdad es que en estos tiempos en que hemos dominado el ambiente y es la individualidad lo que prepondera, tener una discapacidad nos afirma como individuos y reafirma otras capacidades que de otra forma quizás nunca hubieran existido.
Wim Wenders, por ejemplo, decía que a los treinta se decidió por usar lentes de contacto, pero que a los pocos días, inconscientemente, se encontraba buscando sus lentes viejos porque le hacía falta el encuadre que le daban, sin ellos la vista era muy amplia y, como cineasta, tenía la necesidad de seleccionar. No hay ejemplo más cinematográfico que ese.

En
Waking Life hay un momento en que uno de los tantos personajes con los que se encuentra Wiley Wiggins le dice algo así como que las palabras son inertes. En el principio, claro, funcionaban bien: cuando necesitamos agua o queríamos avisarnos del peligro inminente nada más les inventamos un sonido. ¿Pero qué pasa después? Cuando comenzamos a hablar de nuestras frustraciones, del amor, de los sueños. Con las cosas es fácil, pero ¿Y las sensaciones? Cuando hablamos de ellas, decía, estas palabras cruzan hasta el cerebro del otro y se corresponden con las propias experiencias que estén asociadas a esa idea, de ahí viene el “ah, entiendo”, sin embargo  ¿Qué es lo que se entiende? Se entiende de lo que estamos hablando; un circuito limitante de lo que puede ser que el otro se refiera, pero nunca como una correspondencia perfecta; nunca como la respuesta correcta, sólo como un porcentaje aproximado. Estamos solos, dicen. Pero Janela da Alma, en un nivel que bien puede estar sólo en la particular subjetividad de quien escribe, lo anuncia como un regalo. Una individualidad que es más el postre helado de una comida demasiado pesada, que las ásperas vueltas de una noche de insomnio.

Después de todo, en tiempos donde las imágenes se manipulan como los objetos de una línea de ensamblaje para vender más que comunicar, el cine se alza como la proyección de, precisamente, esa individualidad propia del mundo solitario al que cada uno pertenece.

16 de abril de 2012

La Niña Santa (2004)

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Llegué al cine de Martel hace poco, atrasado. No por los caminos tradicionales si se le quiere decir. De hecho, creo que me comí el menú al revés. Fue por Evidencia Física, el libro de selección de críticas de Kent Jones, que supe que existía alguien, al otro lado de la cordillera, que se llamaba Lucrecia Martel. De esos encuentros aunque inversos, agradables.

De entre los tópicos de La Niña Santa hay uno que se reconoce fácilmente: La niña de clase media alta y de educación católica que comienza a descubrir su sexualidad, al amparo de esta contradicción entre la educación y sus impulsos naturales. Claro que acá hay un elemento nuevo, el elemento siniestro que distorsiona a una situación más subterránea, que es también una de las marcas de Martel y que desemboca en el género al que se le ha adscrito. Kent Jones afirmaba que parecía ser una cualidad de las mujeres al estructurar historias no presentar el mundo del filme en la introducción formal de los primeros minutos. Sin embargo la situación de la niña de colegio de monja, que cuchichea y ríe sobre los chismes del colegio a espaldas de la profesora, y que es luego acosada por un doctor que se hospeda en el hotel que ella vive con su madre, queda presentada en el primer cuarto de hora. Lo que sigue a eso es, básicamente, el enamoramiento de la niña, el acercamiento del Dr. Jano (Carlos Belloso) a Helena (Mercedes Morán) y por último la casi-resolución del conflicto. Aquellos personajes que no son presentados aún y que se van descascarando como un huevo duro hasta los finales del filme, tienen que ver con el manejo paulatino de la información que tiene Martel, y que no tiene nada que ver con la estructuración pasado, presente, futuro sino con una cosa, yo creo, más autoral, en donde las cosas se presentan sutilmente, donde más que esconderse simplemente no están a la vista; como cuando pasa la foto por las niñas en la primera escena, o cuando Amalia (María Alche) está con Helena en la habitación y leen el diario con las conferencias. En esa escena si no se presta suficiente atención sería fácil dejar pasar que Amalia ya conoce la situación que se acaba de armar; que sí vio en el primer momento a la persona que la acosó y que sí sabe que es un doctor que está en el hotel. Es otra forma de darle realidad a su universo. Mientras algunos usan tomas largas, amplias y estáticas, Martel juega a desenredar la información. Por ejemplo, si de encuadres se trata, cuando se presenta al tipo con el que se frecuenta la amiga de Amalia, este está escondido bajo las sabanas de la cama de la abuela, luego jugando toma a Josefina (Julieta Zylberberg) y la tira sobre la cama. Ahí la cámara cambia sobre los dos y sólo queda la mitad del perfil del tipo mirándola y directamente dando sus intenciones. Después el encuadre cambia, se aleja, y ahora hacia el frente está el perfil de Josefina con el chico sobre ella, acá de su rostro se ve más, pero la oscuridad de la habitación, o el maquillaje quizás, siguen dándole a su rostro cortado una apariencia siniestra, que claro, es realzado por lo que no sabemos y la naturaleza propia de la escena. Una imagen de él que es muy distinta a cuando lo vemos en la fotocopiadora.


Otro tópico aún más repetitivo es el del la familia disfuncional. Sin embargo para Martel esto corre bajo la historia, o en paralelo, como se le quiera decir. La familia disfuncional está ahí, acompañando, de ambientación a la historia que se va sucediendo. No hay tratamientos extensos ni menos morales sobre la familia y sus quiebres. Cuando Mirta (Marta Lubos) le dice a su hija que si le sigue hablando así no encontrará otro trabajo como cocinera, ésta le responde que ella no es cocinera, es Kinesióloga, y ahí queda. Los encuentros siguientes entre ellas dos son al margen de los eventos que mueven el guión, como sucede con los demás personajes. A Helena Mirta debe decirle que su ex marido va a tener mellizos, nadie le quiere decir directamente, hasta Amalia sabía y si no le dijo a Helena es también por la poca comunicación que hay entre las dos. Josefina tiene sexo en la cama de su abuela. El hermano de Helena, antes que supiéramos que es su hermano, llega en la noche a acostarse en la cama con ella y Amalia, y más adelante vemos cómo él se queja de que no puede ver a sus hijos pero es incapaz de hablar con ellos por teléfono. Algo parecido a lo que sucede con el personaje del Dr. Jano, que está transgrediendo su integridad como padre de familia en dos niveles: Primero al entablar una relación con Helena; Y segundo, más abajo, al acosar a una menor de edad que resultó ser la hija de Helena. El otro personaje masculino es el de este doctor que anda tras las promotoras y corre por la piscina con una botella de champagne. Personajes masculinos perversos que están bien construidos en su decadencia, al igual que la psicología chismosa y media desesperada de las mujeres, más los interminables actos y diálogos de dobles lecturas. Como cuando Helena está con el Dr. Jano en el bar con una música sensual de fondo, y se acerca el Barman para decirle que al teléfono estaba Don Manuel; ella le repite insistentemente ‘¿Qué Manuel?’ Hasta que este le responde ‘Su ex marido’, ahí entonces sonríe y mira al Dr. Jano que se ríe también.

Martel tiene como eje central de su autoría, quizás por el largo discurso que hay tras él, al sonido. En el cine es la herramienta de la imagen la que llegó primero y ha dirigido el camino. El sonido vino después, a complementar. Sin embargo para Martel el sonido tiene cualidades igual de especiales e importantes que la imagen. El oído carece de párpados, dice, del sonido no nos podemos escapar, fluye indiscriminadamente por la piscina vacía que es la sala del cine. Y a partir de esa idea lo convirtió en un conductor de la historia y la emocionalidad de sus personajes.
Cuando vemos a Helena bailando en su pieza con los niños, es la música lo que, como a su cuerpo, lleva la escena. Por eso cuando la radio es cortada por Mirta la acción cambia de carril y salta a otros lugares. Lo mismo de escena a escena; cuando el Doctor Jano está conversando con Helena coquetamente y de fondo está esa (la única) música sensual, la tranquilidad y concentración de la situación es cortada por el sonido de la manguera de agua en manos de Josefina rugiendo sobre los niños en la escena siguiente, y que no tiene otra utilidad que romper con la previa sensación y hacer de hilo conceptual con el trabajo autoral (en la ciénaga las niñas eran perseguidas por unos niños que les lanzaban globos de agua).
Cuando las niñas se bajan en el puente donde ocurrió el accidente, el sonido del bus pasando sobre las maderas del susodicho pautea la historia que la niña va contando. Después cuando se asustan y cruzan corriendo la carretera se escucha el sonido del camión mucho antes que este aparezca, y por último cuando van bajando la colina y se pierden se escuchan unos disparos que no tardan en resolverse: eran unos tipos que andaban cazando conejos. Disparos que salen de la nada para servir de ambientación y que luego son explicados así mismo como llegaron, de la nada. Cuando la ficción se vuelve ridícula con sus tantas posibilidades.
Pero después de todo ese tratamiento técnico, en La Niña Santa el trabajo con los sonidos termina por inmiscuirse dentro de la obra al ser parte de la profesión del Dr. Jano preocuparse de cómo el paciente escucha. De ahí que esos encuadres cortados muchas veces estén enmarcados sobre el oído.

Además de la herramienta del sonido están esos otros objetos que se van repitiendo a través de sus películas, y que para los cinéfilos (o al menos para mí) son tan fascinantes como las anomalías de la mente para el psicólogo. En La Mujer Sin Cabeza la salud del pelo cruza el filme entero, acá Helena se queja del shampoo del hotel. En La Ciénaga la pileta está tan presente como en La Niña Santa. El tema del agua también recorre la filmografía junto a las mujeres deambulantes. Las camas y su cotidianeidad horizontal también. Las mujeres jóvenes protagonistas de aquí y La Ciénaga se parecen bastante, tanto físicamente como en desplante, ambas moviéndose en sus bañadores. Y por último la imagen difuminada, borrosa, susurrada; Amalia golpeando con su uña un fierro tras una mampara de plástico fuera de la piscina, una situación siniestra y acechante para el Dr. Jano. Cuando el hombre desnudo cae del segundo piso como señal para Amalia se mantiene en suspenso tras la cortina hasta entrar por el ventanal a la casa. La conversación de Josefina con su madre en la ducha, o por último, en su naturaleza más directa, las toma en que los personajes emergen difuminados, del fondo de la imagen. En La Mujer Sin Cabeza esto también pasaba con la lluvia en la ventana del auto.

Así como en la resolución del asunto de los disparos, en los diálogos se mencionan otras tantas ridiculeces sobre la religión y la clase. Amalia le cuenta a su madre que Josefina se va a cortar el pelo y lo va a donar para la peluca de la virgen, y Josefina le dice a su madre, mientras ella discute con una amiga, que la nana se lava los dientes en el lavaplatos porque ella no la deja usar el baño. Además de las interminables preguntas que hacen las niñas sobre ‘¿Cómo reconocer el llamado de Dios?’ y lo ambiguo que suena el tema de la vocación que, al final, la profesora nunca logra responder, avasallada por este grupo de jóvenes adolescentes donde cada una cumple un rol; La curiosa, la extraña, la pesimista, etcétera.

Por último están los espacios. La atmósfera del hotel dista de las expectativas que uno tiene sobre los lugares de paso, que tienden a ser acogedores y luminosos. Acá la pieza de Helena está siempre oscura con sus cortinas cerradas, donde a ratos invade una mucama para echar insecticida o aromatizante, nunca se sabe. Los colores son pálidos y en general monocromáticos. Casi se sienten las partículas de polvo flotando al ritmo de la película. Además de que las tomas son por lo general cerradas; con los cuerpos encima y sin muchos espacios libres. Todo eso culmina en la atmósfera siniestra de un espacio predominante, claustrofóbico, que sólo se drena al final.